En nuestra vida cotidiana todos tenemos múltiples distorsiones de la percepción y por lo tanto de la realidad. Digamos que es del todo natural que una determinada música nos “transporte” a otra época, o el olor de un perfume nos ponga en “contacto” con la persona amada, o el sabor de un alimento nos recuerde a la comida que hacía nuestra abuela, etc.

La “distorsión de la percepción” a modo de “flashback” es la causa directa de lo que nos ocurre a veces con las personas. Podemos llegar a un sitio y sin intercambiar ninguna palabra, tal o cual persona nos cae bien o mal. En la vida cotidiana a ese fenómeno le solemos llamar química o buenas vibraciones.

En realidad nunca hay un primer encuentro, todos son encuentros en el inconsciente. Resulta que la forma de mirar de esa persona, su tono de voz, el color de sus ojos o lo que sea (percepción actual), nos pone en contacto de forma inconsciente, con alguna figura significativa de nuestra vida: puede ser que esa persona me caiga bien porque tiene la misma mirada que mi madre, pero a otra no la aguanto porque tiene unos gestos idénticos a los de un severo profesor que tuve en la infancia (percepción del pasado).

La carga afectiva de la percepción del pasado se ha deslizado a la percepción actual, modificándola y configurando nuestras fobias y nuestras filias.

Todos somos “sensibles” a determinados temas. Si por ejemplo, se han tenido problemas no resueltos con la primera autoridad (la figura paterna), cualquier estímulo que se perciba como autoritario, despertará en nosotros una profunda ira. Ira que será desproporcionada en relación al momento presente.

Pues bien, en el seno de una psicoterapia, estas distorsiones llegan a tener la categoría de verdaderos trastornos de la percepción, porque la carga patológica y de sufrimiento que conllevan, es de altísima intensidad para los pacientes.

Imaginemos que hemos sufrido hace unos años, un accidente de coche muy aparatoso con vuelco incluido y que lo que más recordamos de él, es el fuerte olor a gasolina y el pánico que sentíamos al imaginar el posible incendio del vehículo.

Ahora trasladémonos al presente. Imaginemos que vamos con un amigo en su coche y empezamos a percibir un fuerte olor a gasolina. No importa por donde circulemos y a la velocidad que lo hagamos, porque de pronto, por un trastorno de la percepción, empezaremos a sentir una gran angustia que no podremos controlar.

¿Que nos ha pasado? Pues que el trauma que permanecía oculto y silente (reprimido) en las profundidades de nuestro psiquismo, ha sido activado por una percepción actual (el olor a gasolina), que a modo de estímulo gatillo ha “disparado” el afecto reprimido (la angustia), con la consiguiente sintomatología: sudoración, opresión en el pecho, miedo, etc.

A continuación voy a relatar la experiencia traumática de un paciente, donde se ilustra de forma clara todo lo anterior:

Se trata de un hombre de 38 años al que llamaré Andrés. Era muy educado y sensible. Trabajaba como alto ejecutivo en una famosa multinacional. Era hijo único y vivía con su madre. Sus padres se separaron cuando él tenía 11 años.

En el transcurso de su psicoterapia, me contó una anécdota que le había sucedido en un vuelo trasatlántico y que le avergonzaba sobremanera. Gracias a esa información y al trabajo posterior, pudimos profundizar y resolver su relación familiar.

Me contó que mientras volaba en clase preferente rumbo a América, se le ocurrió pedirle a una azafata, unos canapés. La azafata era una mujer de unos 50 años y de aspecto bonachón. Esta, le contestó de manera extremadamente amable y sumisa que no quedaban canapés. Para su asombro, se vio exigiéndole en mal tono, que fuera a cerciorarse si quedaba alguno. La azafata, visiblemente nerviosa y azorada, le comunicó de nuevo que se habían agotado, ofreciéndole a cambio cualquier otra cosa que pudiera desear.

Yo sin saber por qué – refirió Andrés- me irrité de pronto y empecé a subir el tono de voz

La conducta sumisa y llorosa de esa mujer, en vez de pena, me provocaba cada vez una ira más incontrolable. Sentí, para mi vergüenza, hasta cierto placer en perder los nervios y al final ya medio histérico, le exigí una hoja de reclamaciones.

Una vez en el hotel-prosiguió Andrés- recuerdo que no pegué ojo en toda la noche. Estaba muy avergonzado y confuso por todo el episodio. No me reconocía en mi conducta y sentía una gran pena por lo mal que se lo había hecho pasar a esa buena mujer.

¿Qué pudo pasar por la cabeza de mi paciente? En realidad, como comprobamos en la terapia, Andrés sufrió un “trastorno de la percepción”, en el sentido de que la conducta sumisa de la azafata (percepción actual), le conectó con actitudes y maneras sumisas que había visto y sufrido frente a su propia madre (percepción del pasado). Andrés tenía una madre “tan buena” que nunca se pudo enfrentar a ella y todos los resentimientos los tuvo que reprimir en su inconsciente.

En el aquí y ahora del avión, la conducta “maternal” de la azafata, actuó como un detonante, “sacando” de forma violenta toda la rabia reprimida hacia la madre pero actuada sobre la azafata de manera inconsciente.

Ese episodio catártico, junto con el trabajo terapéutico de interpretación y elaboración del conflicto ambivalente (amor/odio) hacia la madre, sirvió para normalizar la relación con ella. Andrés comprendió y aceptó la rabia largamente reprimida, liberándose de esa manera del conflicto psíquico que sufría desde hacía muchos años.

Es muy posible que a alguno, este relato, le parezca un argumento más o menos retorcido de psiquiatra, pero os aseguro que la realidad siempre supera a la ficción.

Es probable que a partir de ahora, podáis empezar a entender un poco más, las fobias y filias que sentimos por determinadas personas. Unos se ponen de los nervios con los niños, algunos veneran a los ancianos, otros no pueden con los pedantes y algunos se suicidarían cuando aparece un grupo de adolescentes.